martes, junio 05, 2007
Sobre la imposibilidad de los bosques
A veces dudo de mi impermeabilidad a la influencia ajena, sobre todo a la que me interesa poco llegando a nada. No estoy seguro de poder oír mencionar indefinidamente la pena de muerte como una solución sin que llegue el momento en que salga convencido y me dedique a su evangelización (¿cacoangelización?), o a la del oficio de rotular bandidos y joyitas, repartiendo una que una aureola (al parecer, sobrevive el convencimiento de que sólo un colombiano la merece), o a la de la creencia firme de que toda oposición nace de la ociosidad o la estupidez. Quisiera no ser tan débil. Reconozco, por ejemplo, gestos y dichos que no tenía antes de empezar a trabajar donde trabajo. ¿Por qué es tan fácil tener la razón y decepcionarse de los errores de los demás? Se trate de un equipo de fútbol o del país o de un brazo roto o del verdadero lugar de Dios en este vertedero de mierda (bastante criticable Su gusto), veo tanta certeza a mi alrededor que la duda ha dejado de ser el espacio del que cree que la verdad es algo más que lo simplemente evidente o que es una, santa, celosa y hematófaga, para pasar a ser una bajeza moral más. Si los “malos” merecen entonces un paredón público (y muy seguramente público es lo que no les faltaría nunca) ¿qué nos toca a quienes quisiéramos no tener que creer nada ni en nadie, ni en Nadie, mucho menos creer en quién se merece qué? Al menos ellos eligieron creer lo contrario. Con temor de recordarles la respuesta, Jesús ya había dicho que a los tibios los escupiría de su boca. Pero bueno, no dijo nada de los picantes o los ácidos, y no se metió con los amargos, así que tenemos esperanzas. (La verdad, se metió hasta con una pobre hiedra de nada, entonces mejor no nos hagamos ilusiones.)
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