Una vez, por curiosidad, por ocio, sembró frente a la casa un buzón. Una semana después recibió la primera carta. El sobre tenía una estampilla ilegible con un mapamundi que debió haber mirado con más cuidado. No tenía remitente. Adentro venía una sola hoja, casi en blanco, con una firma negrísima al final. Trató de descifrarla en todos los ángulos y sólo identificó una equis en medio de líneas gordianas. Se sintió tentada de escribir en el papel en blanco, pero al no poder resolver la firma no fue capaz de inventar nada en nombre de un nombre que no entendía. La guardó en el cofre que ya tenía listo para eso.
Dos días estuvo dándole vueltas a la idea de responder, enredándola en un esfero que giraba a la altura de su oreja sin decidirse a bajar al papel. Si alguien que no estaba la hubiera visto habría pensado que anunciaba a solas que algo dentro de su cabeza no funcionaba. Cuando la idea estuvo bien apretada alrededor del esfero y no fue posible darle más vueltas salió a caminar. No se dio cuenta de que el esfero se retorcía solo sobre el escritorio a medida que la idea recobraba su forma.
La segunda carta llegó al final de esa semana. La firma era la misma, pero esta vez creyó ver una be mayúscula un poco antes de la equis. La mayor parte seguía en blanco; ahora había un saludo: Mi amor:. La letra era clara y la tinta la misma de la firma, sin embargo no pudo identificar letras comunes entre los dos y se sintió aburrida. Dedicó algo menos de media hora al juego de descifrar y finalmente guardó la carta en el cofre.
Al abrir el buzón en la tercera semana (por reflejo, por impaciencia) encontró el tercer sobre, pero no la tercera carta. Después de abrirlo, viéndolo vacío y roto, se sintió violenta, desesperada. Pensó que le habría gustado guardarlo intacto, de haber sabido: como si la nada que traía se hubiera escapado y por eso ella se perdiera de un portento que habría podido postergar encerrándolo en el cofre. Pero el cuarto sobre y el quinto aniquilaron el portento. A partir de allí los guardó cerrados, después de revisarlos a contraluz, y fue con el séptimo que se dio cuenta de que todos eran el mismo. Su nombre y su dirección, el timbre sobre la estampilla, el golpe en la esquina, todo estaba exactamente en la misma posición. Se ensalivó el pulgar de un lengüetazo y lo pasó por las letras del sexto sobre. La tinta se extendió con la forma de un ala.
El octavo sobre traía un rectángulo oscuro y pequeño dentro. La luz no lo atravesaba y al doblarlo cedía como si también fuera papel. Su silueta se deslizaba por el fondo del sobre, de una esquina a otra, mientras lo columpiaba en el aire, decidiendo si abrirlo o no. El noveno traía algo más grande, tal vez una carta. El onceavo otro sobre.
Cansada, se tomó un café cargado y se sentó a escribir una respuesta. Le tomó tres días y llenó tres páginas. Al final la firmó con letra clara, como un desafío. Puso la carta detrás de las otras, en el cofre, y el cofre cerrado dentro del buzón.
Había pensado robarse un gato. Al menos era algo que podía verse bien, dormido encima del buzón.
martes, julio 22, 2008
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