Así son nuestras historias de este lado del papel. Entendí por fin qué quieren decir cuando hablan de la novela policíaca como una forma de restitución del orden y hasta entendí casi el escándalo metafísico que le celebran, porque en ella, a diferencia de lo que pasa en (la) realidad, SÍ hay respuestas. Y, así, si la narración verdaderamente realista existiera nada se resolvería, todo se postergaría hasta el punto en que la paciencia del lector, el autor o los personajes aguantara, siendo ese el único límite, el único punto final imaginable. De proponerse la novela que careciera totalmente de eventos, o que incluyera unos pocos pero fueran intrascendentes, y que, para completar y ser consecuente, estuviera escrita en el estilo más plano posible, con tal de evitar toda digresión, distracción o intromisión, con personajes que llenaran páginas y páginas contando los mismos chistes y chismes que han contando toda su vida sin llegar a profundizar o a entender (porque no habría razón, mucho menos obligación de hacerlo) ninguno de los asuntos que les han correspondido, ¿la soportaríamos? Es decir, dejando de lado el mérito posible de crear un sucedáneo equiparable de la vida, que no se limitara a la simple trascripción, ¿podríamos interesarnos en él?
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Conozco a alguien que prefiere claramente su vida en Second Life a esta que tenemos en común. Está orgullosa (muchísimo) de ser quien es y como es (allí), y puede, incluso, admitir sin vergüenza una nacionalidad; recorre un mundo por estrenar, una fascinación que pocos en la historia han podido disfrutar, y conoce gente que no sabe nada de ella, así como ella, por reciprocidad, tal vez por equilibrio, no llega a saber nada de ellos. Me cuenta que su equipo no soporta un buen sonido y que una vez estuvo sentada, más o menos durante una hora, en un concierto que no escuchaba, aplaudiendo cuando veía a los demás aplaudir, sólo porque no quería admitir o permitir que alguien se enterara de cómo eran las cosas. Otros volarán o asaltarán el banco que siempre han querido asaltar, conquistarán las mujeres que nunca han podido conquistar e ignorarán en persona los idiomas que no se aprendieron. Pero, como veo yo las cosas, es una vida sin eventos, sólo otra vida sin eventos: el origen de más anécdotas y más historias, pero sin llegar a ser ni las unas ni las otras. No me refiero a que no se haga nada, no se sea nadie o no se conozca a nadie: no puedo negar tampoco la existencia de la aventura en la vida de los demás por el simple hecho de que la mía ha prescindido de ella. Se trata del inevitable ejercicio de replicar (en el sentido original, es decir, de doblar un doblez) la vida, y ya. Estamos en presencia de otra de las formas que nos hemos ideado (ya gané yo mérito gratis) para expandir la existencia y hasta la imaginación, y a ese nuevo continente llevamos nuestra falta de conclusiones y resoluciones, aunque con el consuelo correspondiente de cesar una historia apagando un interruptor o dando definitivamente la espalda a una identidad que da la espalda a otra identidad. ¿Acaso no nos basta una sola vida para llenarla de nada? ¿Un solo “cuento contado por un idiota, lleno de ruido y furia, que no significa nada”?
Y aún así, allí estamos. O bueno, están (pienso quedarme atrás escribiendo cartas). Jugando el juego de acumular vidas, buscando, de pronto, en una de ellas el principio o el fin de la otra, la resolución de los misterios y la restitución del orden. Tal vez el afán de la literatura por acertar con eso que llamó la novela total no era ningún delirio de demiurgo por abarcarlo todo, saberlo todo y controlarlo todo, sino el presentimiento de que, en caso de fallar, cruzaría los límites de la trivialidad y la obsolescencia. Tal vez, en comparación con lo que pasa en un libro, donde a pesar de la falta de evidencias todo está en función de lo demás y los acontecimientos se alegran yendo de A a B como única justificación, nuestras vidas se parezcan más a la inmortalidad, o a la eternidad, en lo indiferentes, inciertas, inasibles.
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