Mi nuevo nombre era Julio Ortega: protección a testigos, aunque no sabría decir testigo de qué. Del Ortega estoy seguro, del Julio no tanto. Me acababan de entregar mi nueva cédula, y creo que me especificaban detalles sobre la nueva vida. En el banco no me cambiaron un cheque al ver que la cédula era nueva. La sospecha rayaba los ojos del cajero, pero prefirió explicar que era porque todavía no la tenían registrada y que yo tenía que esperar un par de días a la actualización. Era el Banco Popular; hago pública aquí mi queja.
Desde el balcón de una casa grande y con ínfulas de modernidad de mitad del siglo XX veo que los brasileños comienzan a construir un rascacielos de bambú a medio camino hacia el horizonte. Ya tienen la estructura central y parte de las paredes; la parte más alta está rematada con una cúpula en forma de cebolla rusa de un rojo muy brillante. Todo el edificio se bambolea con el viento. Se supone que va a ser el edificio más alto del mundo. Me pregunto si será tan alto que, en caso de temblor y desplome, alcanzaría a llegar a mi casa. De pronto tiembla. Se me olvidan el rascacielos y su caída cuando me doy cuenta de que los barcos del puerto (porque, claro, no estoy lejos del puerto), enormes y blancos como hospitales, rompen el suelo empujados por las olas y siguen navegando a través de él como si sólo fuera una costra de cemento y pasto flotando sobre el mar. El primer barco apenas se acerca al balcón y creo que el susto ha pasado, pero al salir por el otro lado de nuestro edificio sentimos que otro barco lo golpea y lo quiebra como una galleta, y su proa gigante brota por el costado. Extrañamente empezamos a recorrer la cubierta del barco y sus pendientes con alegría, estrenando un parque inesperado.
Los zombis atacan poco después. Según parece el temblor los despertó. Al principio pensamos que es fácil evadirlos, pues son torpes y lentos, y nos ponemos a jugar mientras vemos a otras personas en el parqueadero que caen atrapadas y son devoradas. Pobres, pensamos, cómo no se dan cuenta de que es un engaño. Sin embargo, nuestro juego es el que resulta engañoso. Mientras corremos de un lado a otro, creyendo que evadimos a algunos, los zombis nos rodean y de un momento a otro resultan ser demasiados. Corremos ahora sí desesperados y asustados. Soy el último, y los perros están a punto de alcanzarme. Tengo que saltar un par de vallas de alambre y lo hago sin mucha dificultad. Soy extrañamente leve y fuerte. Después de la primera quiero confiarme pero los demás, que ya están del otro lado de la última valla, me gritan que los perros la pasaron, que siga corriendo, que no pare. Llego hasta allá. Creo que salto, creo que la reja está abierta, creo que alguien saluda a los perros y los consiente.
lunes, enero 03, 2011
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