lunes, mayo 28, 2007

Natalia

Dijo que se cambiaba el nombre para no reconocer en público la pena que le impuso el entusiasmo de su papá, después de volver de la URSS, al ponerle Natasha. Yo la llamaba los miércoles por la noche (no me pregunten) y escuchaba a la familia gritando en latín al fondo del teléfono, como mostros del espejo esperando su hora, mientras la abuelita dudaba un momento antes de pasármela. Reaccionaba al oír su voz dura y disimulada y muy seguramente no hablábamos de nada. En un balcón que daba a un patio que tal vez no existía porque la noche no dejaba verlo se tuvo que aguantar mi versión número treinta mil (ochocientos siete) del discurso “no voy a volver a escribir” (nunca jamás). Pensé entonces que era mejor dedicarse a ayudar a los que tenían más aptitud y esperanza, como ella. Ojalá siga escribiendo. Una tarde espantó a las abejas de un bosque fumando bareta debajo de un árbol con panal y se lamentó como media hora, repartida en distintas conversaciones a lo largo de una semana.

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