viernes, abril 18, 2008
Ascending
Hay escalera. Hay una escalera, y sube (para mí). Es verde o parece verde o se ve. Yo la veo verde pero, cuando me fijo, ni las paredes ni el suelo y mucho menos el techo son verdes, y la puerta es lindamente café, pintada no hace mucho, esmaltada y con gotas de una mala mano. Tiene luz, es recta y alta, la escalera. No sé cuánto llevo subiéndola cuando los escalones ya son piedras apiladas cubiertas de musgo. Ahora sí es verde de veras. Llego a otra puerta. Al fin, pienso, pero no tengo ni idea de al fin qué, qué hay al otro lado, dizque arriba. Pero no es arriba. Al abrir la puerta hay un tramo como de tres escalones gordos, con piedras perezosas acomodadas con pereza, y al final otra puerta, también de madera como las de antes, pero vieja, con tablas agrisadas por el tiempo y las vetas renegridas y profundas. Subo, abro. Otros tres escalones y otra puerta. La historia comienza a repetirse a partir de allí. Es incómodo abrir las puertas porque toca retroceder para darles espacio.
jueves, abril 17, 2008
¡Barsoom!
La puerta del baño tiene las llaves colgadas de un gancho plástico. Adentro espera la mosca, encerrada desde ayer, drogada con una sobredosis del ambientador que se derrite pegado a la toma. El jefe sufre del corazón desde un susto que tuvo hace años (al parecer antes todo iba bien) y el médico le dijo que evitara todos esos perfúmenes que podían alterarle la tensión. Siendo parte de una generación educada con mano algo fuerte tal vez habría sido mejor que el médico no le dijera sino que le ordenara, buena forma de que la receta se fije en la memoria y no se resbale contra una superficie encallecida por el tiempo y el orgullo de macho. Aunque cabe la posibilidad de que no sea cuestión de olvido y todas las mañanas, recordando la tristeza que por una razón u otra no ha podido perder en los últimos veinte años, entre al baño a respirar hondo frente al espejo salpicado, sintiendo cómo la sangre sube a su cabeza a la par que la lavanda reconcentrada traza el arbolito bocabajo de sus pulmones, queriendo morirse sin llorar y sin ser visto, sólo extrañado, mientras la mosca lo mira atontada. Más tarde, igual de tonta, me mira. Si quisiera podría aplastarla, así de lenta está. En cambio la dejo salir para que se dé en la cabeza contra el vidrio que divide la oficina, el que tiene el letrero dorado de GERENCIA. Mientras trabajo, presiono una letra por cada golpe con que ella insiste. Tal vez necesite todo el enjambre si alguna vez aspiro a una novela. Tal vez los campos de lavanda no tienen nada que ver con el jefe sino que vienen por mí y mientras tanto se ejercitan con bichos más pequeños, dejándome acumular mareo en los oídos y la nariz, sólo por estar a dos metros del baño. Cuando decido salir a respirar, así sea para disipar las malas paranoias, me doy de frente contra la puerta de vidrio, más rápido o más lento que yo mismo y naufragando en descoordinación, dándome tiempo de ver al búho blanco y negro de cerámica que vigila la entrada cuando estira el cuello, que no creí que tuviera, y se traga de un solo estirón a la mosca en el momento en que la pobre planea escapar aprovechando mi salida. Antes de morir alcanza a gritar: “¡Barsoom!"
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