sábado, septiembre 06, 2008

Javier

Cuando lo veo a lo lejos, hablando con un grupo de personas, me pongo nervioso y dudo de saludarlo o no, pero por fin me decido y al acercarme ya está solo y recibe mi abrazo sin molestarse, aunque eso no me quita el nerviosismo. Después de intercambiar cortesías hay un silencio incómodo en el que pienso qué decir que no suene tan estúpido y que sirva para iniciar una conversación en la que por fin se de cuenta de que, a pesar de todo, no soy tan tonto y sí aprendí mucho de él: que no estaba tan ausente y distraido como podía haber parecido hace ocho o diez años. La persona a mi lado dice algo que no recuerdo. Lo veo responder y en ese momento me viene a la memoria un descubrimiento no tan reciente que, supongo, le puede interesar.

—¿Si se ha dado cuenta, le digo, que el mundo, las cosas en el mundo se mueven siempre con alguna música, que si uno pone algo o escucha algo, y se fija bien, se puede ver que todo se mueve a la par con esa música?

Dice que sí, pero su mirada no tiene problemas en conjugar la decepción con la sorpresa. Así sé que piensa que soy un pobre descubridor de nada y, a la vez, que eso es más de lo que esperaba de mí. Nunca voy a poder demostrarle nada, pienso, porque no tengo nada para demostrar.

Hay una elipsis. Otro grupo de personas, más grande que el primero, lo rodea. Yo estoy allí y todos lo escuchamos; algunos participan y yo mismo lo hago de vez en cuando. La admiración colectiva y la bulla me disimulan. El tema, creo, es el romanticismo alemán o la poesía japonesa, o los dos como uno solo. De pronto alguien se me acerca y dice, o no, algo que llama mi atención y cuando me doy cuenta me levanto y me voy, mientras él me mira como tantas otras veces, como siempre, y entiendo que volví a hacer lo mismo: no hay cambio para mí.