martes, enero 12, 2010

Lo que me he ganado

Recuerdo. Por ejemplo, que estaba en tercero de primaria y que rifaban algo. Creo que un esfero y una estampita de María Auxiliadora (recuerdo también la emoción que todos sentimos, eso fue en segundo, cuando la profesora nos dijo que al día siguiente lleváramos un esfero rojo y uno azul porque íbamos a dejar de escribir en lápiz) (la estampita era consecuente porque yo estudiaba en la Anexa Mixta del María Auxiliadora de Cáqueza). Casi al final grité un número, ví cómo la profesora me ignoraba y, luego, cómo César lo decía en voz alta (el mismo número, sé que era el mismo número, pero no recuerdo cuál era; tal vez ocho). La profesora dijo algo y César se ganó el esfero y la estampita, si es que eran eso. Le pregunté por qué no me los había ganado yo y me dijo que no era mi turno, que había gritado cuando no me tocaba hablar. Las lecciones son una mierda, y yo fui el verdadero ganador de esa rifa.

Eso recuerdo. Es una de las pocas veces que he sentido que me gané algo, aunque nunca lo recibiera.

Hay otro recuerdo de tercero. Hicieron un concurso en toda la primaria para dibujar la vida de Juan Pablo II. Con tanto material tan barroco a favor, no sé por qué los colegios católicos se deciden por lo más desabrido. A falta de inspiración copié la vida de Maria Mazzarello que habíamos dibujado todos, siguiendo las instrucciones claras de la profesora o de una practicante, en segundo. La misma división de la página, la misma cuna con forma de media luna, la misma familia compuesta por caritas sonrientes. Recuerdo a Sor Susana, la directora del colegio, admirando mi trabajo (no sé qué hacía yo justo ahí, tan cerca), y a Sor Myriam (o como lo escribiera), la monitora de la primaria, diciendo que el autor estaba justo ahí, bien cerca. Me dieron algo así como un premio especial. Alguien debió adivinar una ambición sin fábula en esa paginita y consideró apropiado reconocérmela. Me dieron un vaso con forma de tótem agustiniano o incorrección por el estilo, lleno de gomitas que no recuerdo si me comí solo o con ayuda y que muy seguramente no tenían muy buen sabor, porque si algo recuerdo muy bien es que el vaso ese olía terriblemente a pintura y, por mero contacto, las gomitas también.

Recuerdo el vaso rompiéndose, ese mismo año, sin haber llegado a tener vida útil como recipiente para lápices y esferos. Símbolo tremendo. Puede que en realidad me esté acordando de un soldadito de plomo de cerámica que me regalaron una Navidad, años más tarde, y que me parecía muy bonito aunque fuera perfectamente inútil. Se cayó de mi mesita de noche mientras tendía la cama y lloré mucho, pero después, con una todavía de rabia, pensé que había desperdiciado mis lágrimas (muy convencido, ya desde entonces, de que lloraba algún mineral precioso desconocido), que nada había cambiado en el mundo inmediato porque se hubiera roto el soldadito. Otros habrían procedido a romper el resto de sus posesiones terrenales para festejar la epifanía. Yo, una vez más en un rapto de aridez imaginativa, me convertí en quien soy.

Mi papá guardó la biografía de Juan Pablo II. Hace un par de años, con la alevosía del ocio, la sacó después de un almuerzo familiar. Si creyera en el destino estaría obligado a creer que esa es toda la gloria que puedo esperar. Eso suponiendo que además de creer en el destino creyera en la gloria. No voy a negar que sí tengo algo de ambición, después de todo, y que incluso sueño con ser un escritor famoso, aunque reconozca que para llegar al adjetivo tengo que pasar (o empezar) con el sustantivo; pero la gloria, cuando no anacrónica, me parece exagerada. Mucha no va a quedar si, al momento de ver descender el carro de fuego que viene a recogernos, los nervios nos ensucian los pantalones, de modo que la gloria misma se vuelva contradictoria.

Queda la memoria, que también está sobrevalorada, pero que de los males necesarios es posiblemente el menos mal. Tal vez fuera más apropiado hablar de malinterpretaciones necesarias en este caso. Quedan los recuerdos, que finalmente son como cuentas sin collar. Las dos únicas cosas que recuerdo haberme ganado no me las gané, porque soy tramposo, digámoslo, y son recuerdos que nadie más tiene y, a partir de ahora, son palabras que casi nadie va a leer. Son verdades diminutas que no contribuyen para nada a la ilusión de la gran verdad, que es también la telenovela más larga de la historia.