lunes, julio 14, 2008

Fragmentos huérfanos

Un gato, gris y gordo como una nube, pasa corriendo y se esconde debajo de un carro. Mi vida en los últimos días se ha convertido en una sucesión de aleros: techos incompletos, vulnerabilidades a medias. Cuando comienza a llover el gato llora y por un momento me parece que la lluvia cambió de voz. Un minuto después, cuando las gotas limpian el aire, definiendo las cosas, y todos los colores se avivan y brillan, su murmullo estruendoso acalla mis imaginaciones. Sólo alcanzo a preguntarme cuál podrá ser el color verdadero del gato si estuviera bajo la lluvia, y de pronto ya no sé qué estaba pensando. Todo está quieto. Incluso los carros que pasan por la esquina parecen como si lo estuvieran haciendo para siempre. Todo es absoluto. Puedo estirar el brazo y toparme con una verdad, así no más, agarrarla en las manos y mirarla despacio, con paciencia y casi con sabiduría, cualquier cosa; todo comparte ese carácter. La sensación es de opresión y vértigo a la vez. Justo aquí, justo en este momento la capa de polvo que recubre al mundo cae y descifra sin querer las respuestas de miles de preguntas que todavía no se han hecho, y sólo estoy yo. O ni siquiera. El observador de este instante puede estar en cualquier otro lugar, y yo no soy más que una de las cifras necesarias.

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Sueño con un cielo demasiado grande y de un azul inverosímil. Las nubes son blancas, a veces grises. Me angustia su movimiento, sus bordes indefinidos pero perfectos, la sensación de vacío del conjunto. Cuando bajo los ojos estoy en un patio grande, con un piso tieso y seco resquebrajado por relámpagos de pasto. Las paredes están muy lejos, y los techos que sostienen son muy bajos. Todo es exagerado, todo está al revés. Pero hay también un placer extraño en eso: el cosquilleo del vértigo, sobre todo, con algo más, algo que es casi tangible en el sueño pero que de este lado sólo es comparable a un sentimiento. Como si la felicidad hubiera encontrado un lugar preciso en mi pecho y al moverse sintiera su forma de mostro, sus espinas, sus miles de patas y uñas.
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Me imagino ahora que me encorvaba sobre el cuaderno como un avaro y me hacía cada vez más miope. Pero entonces sólo pensaba en el movimiento sobre la hoja, las formas y los colores, aunque ninguno fuera mío, y transcribía los dibujos que me encontraba o me ponían en frente, rodeado por curiosos, admiradores y envidiosos. Tenía su atención y eso, a veces más que el mismo dibujo, era lo único que veía. Hoy sólo me queda suponer y me veo desde fuera, como en un sueño o como si hubiera muerto, y desde arriba, porque soy tan alto, porque era tan pequeño. Era tan pequeño. El espacio debajo de mi cama era un lugar posible. Cabía en una silla de juguete con un pupitre de juguete y me sentía fuerte por poder levantarlos. Me fatigaba atravesando a la carrera un patio que hoy me cabe en la palma de la memoria. Corría espantado y gritón por la calle, perseguido por un perro enano y feísimo. Montaba en una bicicleta que tenía la silla en el tope más bajo. Me dormía en el carro y me despertaba en la cama, sin el recuerdo de haber tenido que tocar el piso.